- La poesía parece ser para ti más que un género, casi un refugio. ¿Qué sientes al escribir y compartir tus versos con el mundo?
Cuando escribo, siento que estoy en contacto con mi yo más profundo, ese que no siempre se puede mostrar. Compartir mis versos con el mundo es un acto de vulnerabilidad, porque al hacerlo, abro una puerta a lo más íntimo que tengo y siento vergüenza.. pero con la vergüenza ni se come, ni se almuerza. No busco que todos entiendan todo, pero sí que alguien, en algún rincón, reconozca algo de sí mismo en mis palabras.
- Resurrección se centra en temas universales como la pérdida y la identidad. ¿Qué tan personal ha sido para ti el proceso de escribirlo?
Aunque los temas de la pérdida y la identidad son universales, temas que todos podemos vivir en algún momento, lo que realmente le da forma al libro es cómo esos temas se han entrelazado con mi propia vida. Hablar de la pérdida no es solo una cuestión de reflexionar sobre lo que he dejado atrás, sino de entender cómo esa pérdida me ha cambiado, cómo me ha empujado a cuestionar quién soy y qué me define. La identidad, esa búsqueda constante que nunca termina de completarse, ha sido un eje central, ya que, al escribir, intentaba comprenderme, enfrentándome a mí misma. Cada poema es una especie de espejo, un intento de ordenar las piezas dispersas de mi ser. Este libro ha sido, en muchos aspectos, un proceso de reconstrucción, donde la escritura ha sido mi terapia y mi forma de encontrar un sentido a todo lo que he atravesado.
- Tu adolescencia transcurrió entre Barcelona y Donosti. ¿De qué manera crees que estas ciudades han influido en tu visión artística?
Barcelona me vio nacer y crecer, fue la ciudad que me moldeó en un entorno de prisas y expectativas. Aprendí que el ruido es moneda corriente, y que a veces sobrevivir es lo único que importa. Llegó mi tercer año de los estudios que estaba cursando, cogí tres maletas grandes y me planté en Donosti. Y me rompí. Y me reconstruí. Fue donde aprendí que la soledad puede ser tan jodida como necesaria, donde me di cuenta de que madurar no es crecer, sino endurecerse sin perder la piel. Barcelona me dio el instinto, pero Donosti me dio el valor de desafiarlo.
- En un mundo donde las redes sociales parecen dominar el consumo cultural, ¿cómo crees que la poesía puede encontrar su lugar y conectar con nuevas generaciones?
De alguna manera la poesía tiene que aprovechar su poder de síntesis, su capacidad de condensar emociones intensas en pocas palabras. Y pensándolo bien, esto puede resonar muy bien en tiempos de inmediatez. La poesía sigue siendo una forma de resistencia, un espacio donde no todo se puede reducir a un like o un click. Creo que en un mundo donde las redes sociales dominan, ya no el consumo cultural sino en general todo, la poesía puede encontrar su lugar ofreciendo algo que falta: autenticidad. Las redes nos saturan con contenido efímero, y el gran desafío para la poesía está en hacerla accesible pero sin perder su profundidad. Si las nuevas generaciones buscan en las redes algo que les hable sin artificios, la poesía puede llegar a ser esa voz cruda y sin filtros.

- ¿Qué opinas del miedo a exponer las emociones más profundas en la poesía? ¿Te costó dar ese paso al publicar Resurrección?
Publicar Resurrección ha sido como dar ese paso hacia un abismo, sin saber si caería o volaría.
El miedo a exponer las emociones más profundas es algo natural, pero a la vez, es uno de los motores más poderosos para crear. La poesía es, por definición, un acto de vulnerabilidad. En ella, te despojas de las capas que te protegen y te enfrentas a lo que has guardado más dentro. Ese miedo no es solo a mostrar mis emociones más profundas, sino a que los demás las vean, las lean, las interpreten. Es una especie de desnudez emocional.
En cuanto a publicar Resurrección, sí, ese miedo estuvo presente, pero también fue una necesidad profunda de liberarme. Al principio, pensé que había algo muy personal en esos versos, algo que no quería que nadie viera. Pero luego entendí que la poesía es precisamente eso: un espejo que refleja no solo al que la escribe, sino también al que la lee. Cuando te enfrentas a tus emociones más crudas y las pones en palabras, no solo te estás exponiendo a ti, sino que estás abriendo una puerta para que otros encuentren algo en ti que también es suyo. Al final, el miedo se convirtió en una especie de catalizador, porque me empujó a crear algo auténtico.
- En tus años en Badalona, ¿has encontrado inspiración en el entorno que te rodea? ¿Cómo se refleja en tu obra?
Badalona tiene algo muy suyo. El badaloní es libre, pero a su manera, muy de lo suyo. Le pasa a todo aquel que vive cerca del mar. Dicen que las olas del mar producen más iones negativos en el aire que mejoran nuestro estado de ánimo, y que el color azul emite paz y tranquilidad. Y es algo que se nota en la gente, en las calles… Para mi vivir y trabajar aquí ha sido un proceso de sentirme parte de ese flujo. Badalona me acogió tal y como soy, sin pedirme nada a cambio, y eso se refleja en mi forma de escribir. Ha sido un lugar que me ha permitido ser yo, dándome el espacio necesario sin meterme prisa. Un poco como Donosti, pero con 15 años más a mis espaldas.
- ¿Cómo definirías la experiencia de leer Resurrección?
Es una experiencia incómoda. Te empuja a cuestionarte, a desafiar tu propia visión del mundo, a enfrentarte a la oscuridad y encontrar algo de luz en ella.
Resurrección no es un libro que te acaricie; es uno que te zarandea, te obliga a pensar y, a veces, a sentir algo que prefieres ignorar. Es visceral, es real, y, sobre todo, es un recordatorio de que en las partes rotas también hay algo que resucita.
- ¿Qué te gustaría que las personas se lleven consigo después de leer tu libro?
Me gustaría que, después de leer Resurrección, las personas se lleven una sensación de honestidad consigo. Una honestidad que no busca agradar, sino conectar, desafiar y, sobre todo, ser fiel a lo que somos en nuestro núcleo más vulnerable, esa parte de nosotros que está expuesta, sin defensas, donde se encuentran nuestras emociones más profundas y nuestras inseguridades más crudas. Es lo que realmente sentimos cuando dejamos de lado las máscaras y las expectativas que el mundo pone sobre nosotros. En otras palabras, es esa esencia pura y sin adornos, lo que somos cuando nos enfrentamos a nosotros mismos sin miedo ni filtros, sin las capas que usamos para protegernos de los demás. Es el espacio donde residen nuestras dudas, miedos, deseos y verdades que, por lo general, tratamos de ocultar.